miércoles, 9 de abril de 2014

El prosista

Cuando empezó a escribir su relato, pensó en la farmacéutica que le había despachado hacía un momento. Pensaba en ella. Tenía unas facciones delicadas y suaves, aterciopeladas, mientras que su figura parecía haber sido moldeada por manos lujuriosas. Poseía unos atributos femeninos excepcionales; pechos firmes, sin que tuviesen un tamaño demasiado exagerado e incómodo, y unas caderas anchas que hacían que la silueta de sus nalgas fuese una curva pronunciada. Recordaba mientras escribía la sonrisa entre dulce y pícara que le había parecido que le dedicaba en un par de ocasiones, mientras le atendía. También en su boca y en sus labios, los cuales le hubiesen gustado besar… O quizá más bien lamer. Cuanto más pensaba en ella, más entendía lo que sentía por aquella mujer. Un ardor interior, que tenía su origen cerca de la entrepierna, se extendía por él cada vez más y más rápido cuanto más pensaba en ella. De hecho, ya no podía pensar bien por culpa de la excitación.

La farmacéutica era la dueña de sus pensamientos desde hacía ya unos días, desde que la vio por primera vez. Cuando intentaba escribir sobre ella, siempre acababa todo en un bloqueo y en la subsiguiente erección. Cada vez era más urgente. Escribir sobre ella había pasado de ser un capricho a ser una necesidad. Necesitaba escribir sobre ella para poder así librar su mente de las cadenas lascivas. Últimamente la observaba secretamente, desde la calle a través del escaparate. Esperaba encontrar algo, lo que fuese, cualquier signo que le devolviese la inspiración... O que la mujer mostrase un rasgo feo, que le desagradase, o incluso que le repugnase tal vez. No hubo suerte.

Habían pasado ya unas semanas. La masturbación había pasado a ser la única forma de saciar su apetito sexual (a falta de una buena pareja, se entiende). Una noche, de repente (como casi siempre que se tiene una buena idea), se le ocurrió algo para poder escribir sobre ella. El bloqueo siempre venía cuando pensaba en ella, así que decidió intercambiar roles. Ahora, él sería una especie de farmacéutico seductor mientras que la mujer sería una cualquiera, alguien a quien poder tener dominado en aquella ficción. La idea le gusto mucho, así que se puso a trabajar enseguida. No tardo mucho en montar la historia. Casi salía sola. La boticaria era ahora una mujer cualquiera (con sus atributos intactos, por supuesto) que tenia un trabajo cualquiera. No. Mejor aún; no tenía trabajo fijo, como él. Iba probando de trabajo en trabajo con la esperanza de encontrar la ocupación ideal: bien pagada y haciendo algo que no le desagradase. Hasta que un día entra en la farmacia para comprar un medicamento que le diagnosticaron a raíz de un accidente en uno de sus trabajos. Sí. Justo como él conoció a la farmacéutica. Y entonces allí conoce a un farmacéutico muy atractivo, que despierta un gran interés sexual en ella. Entonces, al llegar a casa, ella abriría la caja del medicamento y encontraría, en vez de un prospecto, un papelillo enrollado con una bonita prosa que la invitaría a lo que ella deseaba: sexo. Ella acudiría a él deseosa y el la dejaría satisfecha en la trastienda de la farmacia, por la noche, durante una guardia. La historia era perfecta, pero ocurrió algo inesperado. Después de escribir el relato, lejos de librarse de la poderosa libido que poseía, su pene seguía erecto y además sentía un fuerte dolor en los genitales. Era hora de acudir a la farmacia de guardia.

-Hola, venía a por un remedio contra el dolor.
-¿Qué tipo de dolor es? -pregunto la irresistible farmacóloga- ¿Muscular, tal vez?
-Creo que si. Por favor, consulte la receta -dijo el prosista mientras ofrecía un trozo de papel bien plegado que previamente se había esmerado en buscar en su chupa.
A la farmacéutica le pareció extraño: ese no era el tipo de papel de las recetas. Parecía más bien un folio cualquiera, plegado. No obstante, no dijo nada. Se limitó a desplegar el papel y leer la “receta”. Cuando acabó, ligeramente aturdida y desorientada, dirigió su mirada al hombre que le había hecho entrega de la hoja. Ahora entendía el tipo de “dolor muscular” que padecía. Él mantenía una actitud seria y tensa y ella, con tal de quitar tensión al asunto, le dedico una sonrisa y le dijo: “por favor, pase a la trastienda. Buscaremos el remedio para su “dolor muscular””.

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